Qué gusto da verlo todo recogido cuando mi último suspiro ha comenzado a transitar por mis pulmones. Todos andan correteando por mi habitación. No saben que estas serán mis últimas palabras.
La miro, ellos no la ven. Bella, elegante, con ese pelo canoso que la distinguía entre las veinteañeras. Me mira y me hace una señal inconfundible. Tal como me prometió hace ya cuatro décadas, me espera.
Martina, la más pequeña de todas, ajena al ajetreo de la muerte, me acaricia la mano y me dice:
— No te vayas yayo.
Como si la oyera, ella me sonríe y en sus labios leo un: “Tranquilo, te esperaré”.